9 jul 2016

La muerte a lo largo de historia

La Isla de los Muertos, de Arnold Böcklin, 1886.
Hablar de la muerte es complicado. Genera rechazo, se niega como si no existiera. Además, cada uno tiene una experiencia personal diferente al respecto, por lo que es complicado generalizar. Sin embargo, vivimos en un mundo en que se nos bomardea con una muerte banalizada a todas horas: en los telediarios, en las películas, en los libros... Se simplifica el asunto, los muertos se convierten en números o bien se usan como excusa argumental para dar más espectacularidad o generar un impacto. La muerte también impregna nuestro vocabulario habitual, despojándola de su profundo significado. Así, decimos que se murió la batería de nuestro móvil, que mataríamos por alguien o algo, que morimos de amor, de pena, de sueño... Y así, le restamos la importancia que tiene realmente.

Porque sí, la muerte tiene importancia. Quizás es lo que menos necesitas escuchar en un momento de duelo, pero es necesario que haya muerte para que pueda haber nueva vida. Este asunto se ha convertido en uno de los temas principales de muchas religiones, llegando a ser una pieza esencial en la configuración de las culturas en sí mismas, según algunos autores. Se ha tratado este asunto desde el comienzo de la humanidad. Sin embargo, eso no significa que haya tenido el mismo tratamiento. Todo cambia, la muerte también.

Es muy complicado tratar de saber qué pensaba o sentía la gente en las distintas épocas históricas con relación a la muerte de un ser cercano, pero sí podemos saber algo de sus costumbres y de cómo éstas han ido variando.

Si echamos un vistazo a la antigua Roma, veremos que la muerte se expulsaba de la ciudad y los vivos realizaban ofrendas a los muertos para impedir que éstos regresaran, pues eran temidos. Más tarde, los primeros cristianos enterraban con cuidado a sus muertos esperando su pronta resurrección. Muchos se conservaban en catacumbas, pero los primeros mártires y santos se singularizan con edificios conocidos como "martiria". Estos edificios eran las primeras iglesias, que no se concebían sin una sepultura de un santo en su interior para poder "funcionar". Esto irá desembocando en una "reliquiomanía" que contradecía toda ley y toda escatología cristiana. Si bien los huesos de una persona deben conservarse para su posterior resurrección, siendo delito su profanación, los restos de los santos se exhuman, se parten, se trafican, se exportan (también se falsifican). Serán en sí mismos "baterías" energéticas que hacen funcionar iglesias, cementerios y milagros, contagiando su santidad a vivos y muertos. Algún fervoroso fiel se ha llevado de un mordisco restos de un santo para su propia parroquia tras una peregrinación hasta sus huesos.

Con el paso del tiempo se fue viendo que aquello de la resurrección de los muertos iba para largo. No olvidemos que en el cristianismo primitivo se pensaba que la segunda venida de Jesús con el Reino de los Cielos estaba a la vuelta de la esquina. Pero entre venía y no venía, cayó el Imperio Romano y llegamos a la Baja Edad Media, el borrón y cuenta nueva de la historia. En esta época surge lo que Philippe Ariès llama la Muerte Amaestrada o la Muerte Domada. Es decir, lo bueno era saber que te ibas a morir, ser consciente de ello y realizar los preparativos oportunos. Los best-seller de la época son los Ars Moriendi, libros que explican precisamente cómo morir. 

Cuando uno sabía que se iba a morir, avisaba a sus seres cercanos, se acostaba en su lecho de muerte y se montaba un evento a caballo entre el espectáculo y la reunión social. Se juntaban sirvientes y servidos, vecinos, el sacerdote y, por supuesto, niños. Los niños tienen una curiosidad innata por la muerte; en la Edad Media la muerte no se les escondía, era algo familiar a la vez que instructivo. Habías visto tantas muertes a lo largo de tu vida (no sólo familia sino también vecinos) que sabías perfectamente cómo morir, las palabras que tenías que decir, los ritos que se debían realizar. 

En esta época, lo peor que te podía pasar era que murieras de repente, por accidente, sin ser consciente de ello. Esto generaba un gran rechazo. Además, la muerte estaba presente de forma muy física. Los cadáveres se entregaban a la iglesia, que los enterraba en sus terrenos someramente y sin importar demasiado dónde. Como con todo, van surgiendo modas. Los ricos solían estar más cerca de los santos o del altar, porque se suponía que su influjo benéfico era mayor. Algo así como un pase rápido a los cielos. Estos terrenos eclesiásticos, no hay que olvidarlo, coincidían con el lugar de celebración de festejos populares, por lo que, literalmente, se bailaba sobre los muertos. Ariés comenta que no sería raro que afloraran huesos a la superficie. Además, a los gases de descomposición de los muertos se les atribuían facultades proféticas, como avisar de tormentas o advertir de desgracias.
 
Otra caracterísitca muy importante de este período es que los muertos no se individualizaban. Atribuyámoslo a que no había un afán egoico tan grande como hoy, o a que no se sabía escribir, pero sólo los más ricos tenían alguna pequeña inscripción indicando un nombre que no tenía por qué coincidir con la posición de su cadáver.

No me pararé en la Alta Edad Media, es un poco más de lo mismo, sólo que varían ciertas concepciones escatológicas. Ariés la denomina la Muerte Propia, o muerte de uno mismo. Aparece la idea del Juicio Final, purgatorio, lo que significa que ya no basta con ser creyente para entrar en el cielo sino que es preciso que el alma esté libre de pecado. El duelo se "prefabrica", se dan unas pautas concretas y unas normas que tienen que ser seguidas, pero se instala la sobriedad frente a las manifestaciones espontáneas de dolor anteriores. Además, van apareciendo tumbas y, a partir del XIII, pequeñas lápidas conmemorativas que ya llevan el nombre e los difuntos.

Según vamos avanzando en la historia, la cosa cambia. El Renacimiento trajo un antropocentrismo que expulsó a Dios del centro de la vida de la sociedad. Se afana más el carácter individual y se buscan lugares concretos para ser enterrado, cerca de sepulcros de familia, frecuentemente. A la gente le empieza a preocupar más vivir bien que morir bien, y paradógicamente esto genera una cierta cultura macabra. Aparecen las danzas de la muerte, representaciones de cadáveres y esqueletos, memento mori... que incitan a celebrar y vivir la vida mientras se disponga de tiempo. 

Luego tenemos el Barroco, que es todo drama y teatralidad. Por lo tanto, más macabro. Capillas realizadas con huesos, tumbas fastuosas y cobran una gran relevancia las pompas fúnebres, sobre todo de personajes relevantes.

Y por fin llegamos al Romanticismo del siglo XVIII, donde las cosas empiezan a cambiar. En primer lugar, cambia el modelo familiar y social. Las relaciones pasan a estar basadas en los sentimientos y afectos más que en meros negocios frecuentemente organizados por parte de los padres de los novios. Eso llevará a un miedo por la Muerte Ajena, la de los seres queridos, y el deseo de que ésta no se produzca. El luto se convierte en una expresión histérica de dolor.

Además, durante el Romanticismo, la muerte da la mano al amor, sobre todo en representaciones pictóricas y obras literarias. El amor superando la frontera de la muerte, la unión entre vivos y fantasmas de difuntos, cobran gran popularidad. La muerte aparece asociada también a la naturaleza, y se crean cementerios que son concebidos como parques. Por esta época empiezan a surgir voces higienistas en contra de los antiguos enterramientos sin control, y los peligros para la salubridad que éstos cementerios tenían. Por tanto, los cuerpos de los difuntos dejan de entregarse a la iglesia. Así pues, la muerte ha perdido la familiaridad de antaño y en el siglo XIX es expulsada a las afueras de las ciudades, donde se costruyen la mayoría de los cementerios que tenemos hoy en día.

A su vez, se intenta que éstos nuevos cementerios no caigan en el olvido más absoluto. De acuerdo con las corrientes filosóficas de la época (Positivismo), se pensaba que el culto a los muertos era el germen de la civilización y se incentivaba el mismo para mantener la memoria de los antepasados . Así, los filósofos y los religiosos se dan la mano y se populariza la visita a los cementerios en el día de difuntos (1 o 2 de noviembre). Ojo, aclaración, el Día de los Difuntos ya existía, pero se dedicaba a la oración [según pude encontrar], es en este momento cuando el hecho en sí de visitar las tumbas de nuestros antepasados cobra importancia.

Además, en el siglo XVIII sucede algo singular. Los testamentos, que hasta el momento habían tenido un carácter religioso-moral, se vuelven laicos, como un mero legado de bienes y últimas voluntades. Ésto se ha querido ver como uno de los indicios de desacralización de la sociedad.


Y por último, llegamos al siglo XX y a la actualidad, donde más cambios se han producido con respecto al enfrentamiento de la muerte. Philippe Ariès la denomina la Muerte Prohibida. Pero eso quedará para la próxima entrada.

Bibliografía breve:

Ariès, Philippe. El hombre ante la muerte. Taurus, 2011.
Ariès, Philippe. La muerte en occidente. Madrid: Argos Vergara, 1982.

Rader, Olaf B. Tumba y poder:: el culto político a los muertos desde Alejandro Magno hasta Lenin. El ojo del tiempo (Madrid) 4. Madrid: Siruela, 2006.

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