28 may 2016

La tejedora

"El gran misterio ahí, bajo su cintura"
La tejedora, de Christina Rosenvinge. 

Se empieza como siempre, respirando, respirando hondo. Sientes el aire entrando en ti, sientes el universo entrando, acariciando el interior de tus fosas nasales, tu garganta, tus pulmones, llenándote de vida. Respirando eres uno con el universo. 

Pero esta vez el aire no era como antes. No olía a incienso. Ni siquiera a vegetación, a bosque, a río, a tierra. Olía diferente. Solté el aire, relajando mis músculos, cerrando mis ojos, dejando que se desvaneciera esa presión en mis muñecas. 

Sentí que me empujaban, me apretaban dos cuerpos a mi lado. Inspiré, ese olor acre, espiré. Inspiré. Intenté dejar todo aquello atrás. Espiré. Por algún motivo que no recordaba ahora, sentí dos húmedos regueros cálidos resbalando por mi rostro. 

Inspiré, sintiendo mi cuerpo llenándose de luz. Empujones de nuevo. La luz se expandía a mi alrededor, formando un círculo. El círculo. Unas voces se alzaban, voces que formaban parte del mundo, del universo, quizás como el canto de los pájaros. Traté de no juzgar su agresividad. Ni ese olor, a sudor, a miedo.

Me centré de nuevo. Sentí los elementos rodeando el círculo, asegurándolo, como grandes barreras hechas de Aire, Fuego, Agua y Tierra. Me recordaban que la vida iba más allá de mi propia existencia. Me recordaban que yo era sólo una parte minúscula. Inspiré. Sentí la aceleración en mi cuerpo, el movimiento, la inestabilidad. Espiré.

Se me presentó Ella, con múltiples madejas plateadas, intrincadas, tejiendo. Me enseñó nuestros destinos, atados. Lo que me hicieran, se lo estarían haciendo a sí mismos. En su telar, todos somos uno.

Pedí paz.

Su imagen reconfortante se desvanecía, traté de llamarla, de mantenerla en mi mente. Me empujaban de nuevo, respiré y el aire había cambiado. Era olor a noche de verano, tan agradable... Sentí la sutil caricia de los rayos de luna llena en mi piel, sentí Su abrazo. 

La vi de nuevo ante mi, esta vez con muchos otros rostros a su lado. Mis ancestros, los pude ver más nítidos que nunca. Alguien me obligaba a ponerme de pie. Gritaban a mi alrededor. Mis ancestros me rodearon formando una rueda y pude escuchar sus voces elevándose en una muda melodía. Oí un grito de desesperación a mi alrededor, una súplica. 

Su canción callada inundó mi mente, una canción que nunca antes había oído, como una nana. Su ritmo se fue elevando hasta que fue cantada de forma cada vez más frenética y más alta. Me empujaban de nuevo, con violencia. Mi círculo se tambaleaba, las voces se distorsionaba, los rostros se borraban.

Silencio.

Inspiré. Entonces lo sentí. Algo rompió por completo el círculo, se hacía mil añicos a mi alrededor. Un dolor lacerante lo hizo estallar por completo. El ardor en el costado hizo que mis sentidos se desequilibrasen. Mis rodillas sumaron nuevo dolor físico al dar con el suelo. 

Todo se empezó a ralentizar. Percibía mi alrededor a cámara lenta. Los pasos sobre la grava. Otros disparos, otros cuerpos caídos. La cálida flacidez de algunos compañeros.

Los rostros de mis ancestros se formaron más nítidos de nuevo, se transformaron en una suerte de fantasmas cenicientos que me abrazaron en una cálida y sosegada oscuridad.

Ella, cortó el hilo.

Pude ver el tapiz de mi vida frente a mi, acabado, una obra divina que concentraba todos aquellos años en un instante que era nada. Todo el dolor, todo el sufrimiento. Nada. Todo el miedo, todo el vacío. Nada. Los éxitos, el amor, los momentos de felicidad. Nada.

No sabría determinar el tiempo que así estuve, almacenando, repasando, aprendiendo de cada momento vital, de cada experiencia. Un día, un año, tal vez un siglo de descanso reparador, de ensoñaciones con lugares donde hubiera querido estar para siempre. 

***

El abrazo ancestral que hasta ese momento me había parecido eterno, ahora lo percibí sólo como un instante más, otro pestañeo en mi existencia. Los sentidos físicos iban despertando lentamente. Ese abrazo de oscuridad reconfortante se volvió húmedo, cálido y seguro. 

Yo quería quedarme allí. Pero no podía. Algo me lo impedía, me empujaba.

Sentí que me movía, de alguna forma, sentí que me expulsaban, me echaban. Yo quería mi confort, al fin tenía paz y ahora me lo arrebataban.

Atravesé el umbral y entonces, vi la luz.

Inspiré y sentí de nuevo el mundo y el frío. Mis sentidos adormecidos me impedían entender lo que pasaba. Supe que una nueva madeja empezaba a tejerse en ese momento. Mi paz acabó, volvía a empezar el trajín de la vida, una vida a la que me agarraba instintivamente con cada rápida respiración. Yo no quería, no sabía si sabría cómo hacerlo esta vez. Me sentí débil, cansado, torpe. No podía sino llorar y llorar en la extrema frustración de sentir mi tranquilidad arrebatada, de no saber cómo volver a enfrentarme con una nueva existencia, de sentirme perdido.

Con el llanto se disolvían los recuerdos de mi otra vida, resbalaban por mi cara, por mi memoria, como un sueño que se escurre entre los pensamientos del que acaba de despertar y, poco a poco, va desapareciendo sin que se note su ausencia.

Y entonces escuché una nana, de una voz emocionada, feliz y exhausta, una nana que me parecía recordar de tiempo atrás. Sentí la cálida leche saciando mi sed. Y descubrí de nuevo la paz.