8 ago 2016

La muerte en la actualidad occidental: la muerte prohibida.


"A lo que más se parece la vida humana es al hierro. Si la empleas, se desgasta. Si no lo haces, la consume el óxido."
Marco Porcio Catón (234-149 antes de nuestra era)


En su artículo La Pornografía de la Muerte Gorer explica que en la sociedad victoriana de Inglaterra a los niños se les decía que los traía una cigüeña de París, pues había un gran pudor sexual, pero no había ningún problema en que vieran y entendieran el funeral de sus abuelos. Llegados al siglo XX, a los niños se les aparta de la muerte, se les dice que Jesús se ha llevado a los difuntos, que éstos han ido al cielo o a un jardín lleno de flores, o bien que están durmiendo.

La muerte se convierte por lo tanto en un gran tabú. Se expulsa de casa, se hospitaliza y se convierte en un"fenómeno técnico", en una enfermedad. Se oculta, incomoda y no conviene hablar de ella. Es un asunto privado, que se trata de puertas para adentro. Al contrario de lo que se pensaba en el pasado, se valora positivamente que alguien haya muerto sin notarlo, con rapidez. Además, se trata de evitar que el enfermo sepa que va a morir, no estamos preparados para comunicarlo, no sabemos qué hacer en esas situaciones. Se considera, eso sí, que debe hacerse con sosiengo no vaya a ser otras personas sean molestadas o incomodadas con excesivas demostraciones de dolor.

Hay una ley no escrita de silencio que, sin embargo, podemos ver que llegado el siglo XXI se empieza a romper, pues aparecen asociaciones, voluntarios y ayuda especializada para sobrellevar este último trance, así como para que los supervivientes puedan aprender a enfrentarse a la elaboración del duelo.

La forma de tratar el cuerpo del difunto también cambia. Aparecen los tanatorios como alternativa al velatorio en las casas propias. Son lugares muchas veces anodinos y carentes de simbolismo, normalmente situados en carreteras a las afueras de las ciudades. En Estados Unidos se les conoce como funeral homes y cobran importancia los servicios de embalsamamiento con la finalidad de que el difunto ofrezca una cara tranquila y con apariencia de vivo durante el velatorio, como si durmiera plácidamente, con el fin de ocultar el crudo rostro de la muerte.

Otra de las características más importantes del siglo XX es que la cremación cobra cada vez una popularidad mayor. Lo que antaño era impensable por motivos religiosos hoy se está convirtiendo en una tendencia en alza. Esto se podría explicar de distintas formas. En primer lugar, el cadáver es visto como un inconveniente y se buscan alternativas limpias y rápidas para deshacerse del mismo. En segundo lugar, en una sociedad cada vez más globalizada, es difícil que las personas se sientan enraizadas en un solo lugar. Ya no queremos estar "para siempre" en nuestro pueblo o en nuestra ciudad. 

Los detractores de la incineración la ven como algo demasiado definitivo ya que en la mayoría de los casos, las cenizas del difunto no se ubican en un lugar concreto al que se pueda acudir para rendirle culto o memoria. Por otro lado, creciente tendencia ecologista ve la cremación como una oportunidad de reintegrarse en el ciclo de la natrualeza de tal forma que la materia restante vuelva a formar parte de la vida. Además, en algunos casos las cenizas del difunto se conservan en la propia casa, lo cual puede ser positivo para no olvidar la memoria del difunto, pero también puede ser negativo si ese recuerdo se convierte en obsesivo y somos incapaces de "dejarlo partir".

Quizás, y esto es una reflexión personal, entendemos que una vez muertos el cadaver no es ya portador de nuestra identidad. Por el contrario, nuestra forma de inmortalidad, o de seguir perteneciendo al mundo de los vivos, es la fama. Ser recordados por aquello que hemos hecho, por nuestros logros y victorias personales.

Además de todo lo mencionado, hay algo que puede resultar especialmente negativo. En una sociedad de la inmeditez y la rapidez, el periodo de duelo no encuentra cabida. El ritmo es tan acelerado que la muerte de un individuo no afecta a la sociedad. Pasarse un año o un mes encerrado en casa parece algo impensable! La muerte se expulsa de la casa, de la ciudad y también de la sociedad. Es más, con el creciente aumento de la esperanza de vida, muchas personas son expulsadas de la sociedad antes de morir. El trabajo, la posición adquirida durante años de trabajo se esfuma muchas veces con la jubilación, que hace que la vida de muchas personas pierda su sentido y sus relaciones personales se deterioren rápidamente. Hoy mueren ancianos solos en sus pisos y en los hospitales, lo que antes era impensable.

Pero volvamos al duelo. Según Arnold van Gennep los ritos tienen tres pasos: separación, umbral y reintegración. La separación sería el hecho en sí de la muerte, que aparta al individuo del mundo de los vivos. El umbral hace referencia al tránsito, a lo liminal. Es un momento en que tanto el difunto como los dolientes se encuentran perdidos. Y el tercer paso sería la reintegración, en que los vivos retoman su papel en el mundo de los vivos y los muertos pasan a perder su indivudualidad para formar parte del colectivo de ancestros. Sin embargo, todo sucede tan rápido que en los funerales occidentales sólo se hace referencia a los dos primeros puntos, pero el tercero no se toca. Y como la muerte es un tabú y no hay tiempo para el duelo, nos integramos demasiado pronto al frenesí de vida occidental, lo cual acaba desenvocando en problemas psicológicos que afloran más tarde o más temprano.

Si recordamos la clasificación de Philippe Ariès sobre los tipos de muerte, éste denominaba muerte domanda o domesticada a la que se producía en la Edad Media por su cercanía, su cotidianeidad y su familiaridad. Se sabía exactamente qué hacer y en qué momento. Lo peor que te podía pasar era morir de forma repentina sin disponer todo lo necesario tanto en el mundo físico como en el espiritual para el momento de la muerte. Esta muerte se enfrentaría a la actual, prohibida, silenciada, que se expulsa y pierde toda cercanía con la sociedad salvo en eventos especialmente traumáticos como atentados y grandes accidentes que lleven a un duelo en común. 

Podríamos caer en la tentación (Ariès parece sugerirlo) de pensar que la relación con la muerte antaño era mucho más saludable, más natural. Sin embargo creo que sería un error pensar esto y negar de pleno la sociedad en la que vivimos. No creo que sea necesario que los velatorios se vuelvan a realizar en la habitación del difunto o que los muertos se entierren en el centro de la ciudad. Pero tener consciencia de que, aunque sólo sea físicamente, somos efímeros, nos ayuda a ver las cosas desde otra perspectia. Aparta de nuestra cabeza la fantasía de la inmortalidad y nos puede ubicar en la naturaleza y sus ciclos, entendiendo que somos parte de algo mucho más grande y que, en ocasiones, aquellas pequeñas preocupaciones que llenan nuestra cabeza tal vez no sean tan importantes después de todo.

Nosotros, que somos paganos, no debemos olvidar la gran verdad sobre la muerte: es necesaria para que haya vida. Vida y muerte se entremezclan en los umbrales. Decían las enseñanzas platónicas que el nacimiento era la muerte del alma dentro del cuerpo. Para muchos, la muerte es un nuevo nacimiento hacia otra vida. En este sentido, las tumbas de nuestros difuntos son sagradas porque nos recuerdan nuestra propia mortalidad, nuestro momento final que, junto con el nacimiento, son los dos grandes umbrales que enmarcan nuestra vida.

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